Hace veinte años viajaba todos los veranos al sur. En ese tiempo no todo el mundo tenía celulares, la comunicación tenía otros ritmos, otros tiempos de espera. Los "centros de llamados" y los teléfonos públicos me fascinaban, me provocaban escalofríos. Podía llamar a Suiza, Perú, Australia, China, Estados Unidos, aunque no tuviese a quien. Podía llamar a Santiago, llamar a mi abuela luego de haber comparado las tarifas de todos los centros, atento al tiempo, sin prisa ansiosa sin embargo. Llamar a Santiago era dulce, el sur de entonces era dulce.
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